Cromwell Gálvez
El cajero generoso y su delito mayor: robo por fantasía
Por Juan Manuel Robles
El protagonista de esta historia hizo que me detuvieran en la cárcel.
Él no lo recuerda, fue hace tiempo. La única vez que lo visité en la
céntrica prisión en la que lo encerraron, Cromwell Gálvez huyó de mí y
se apresuró a decir que no hablaba con la prensa. Le habían quitado la
libertad pero la fama insistía en quedársele, no podía sacársela de
encima ni dentro de los cuatro muros de una celda. Cromwell, el hombre
que había robado un banco durante años solo para poder acostarse con las
vedettes más deseables de Lima, estaba finalmente preso y las
carátulas de los diarios populares seguían poniendo su fotografía junto a
letras grandes multicolores. Yo había dado su nombre en la entrada del
penal diciendo que era su amigo, arriesgándome a lo que a veces nos
arriesgamos los reporteros: a que la persona que buscas te reciba mal.
Había guardado la esperanza de que adentro podría manejar la situación
portándome cortés, pero Cromwell Gálvez se mostró nerviosamente hostil y
dijo que solo recibía a familiares. No fue lo único que hizo. Se quejó
ante los guardias del penal y ellos le hicieron caso: me detuvieron y el
castigo consistió en dejarme cuatro horas encerrado por gracioso. No
hay nada que moleste más a un uniformado que un periodista que se hace
pasar por otra cosa. A la hora de salida, mientras avanzaba y
creía confundirme con la fila de visitantes, alguien me cogió del brazo y
me dijo: usted se queda. Me condujeron a una oficina diminuta y allí
empezó el interrogatorio. Mientras un efectivo de traje plomo tomaba mis
declaraciones, pude ver, a través de la abertura de la puerta, la
imagen del interno Cromwell Gálvez hablándole a otro oficial. Asomaban
sus ademanes de queja, una expresión de hartazgo en la mirada, cierta
indignación bajo el pelo grasiento. ¿Es que cualquier periodista entra
aquí como si nada? El oficial hacía gesto de mea culpa. Era
fácil entender que el interno tenía cierta clase de cercanía con él,
cierta llegada o conexión que atenuaba la frontera típica que hay entre
un preso y su celador. Años más tarde entendería que el motivo de tanta
amabilidad era inocente: esos oficiales eran los mismos que, un día, le
habían pedido al nuevo y simpático recluso Cromwell Gálvez que les
contara eso. Eso de las vedettes.
Y Cromwell,
sonriente, les había empezado a contar la historia que lo ha hecho
famoso. La de las chicas. De cómo robar un banco durante cinco años sin
que nadie se dé cuenta con el único móvil de inaugurar una nueva
modalidad criminal: robo por fantasía. Disparar billetes como ráfagas y
así preparar orgías suculentas. Un día eres un correcto empleado
bancario y al día siguiente una sorpresa electrónica de cinco cifras en
la pantalla de la computadora cambia tu vida. Luego tienes dinero. Lo
gastas, lo prestas, ayudas a la gente, eres bueno, te quieren. Te
acuestas con ellas, con todas las que imaginaste. Te diviertes
como un chancho. Luego te descubren, todo se va a la mierda y sales en
la prensa. En primera plana. Una historia suficientemente poderosa como
para tener de qué hablar de por vida, o, al menos, para hacer nuevos
amigos en cualquier parte, incluso en la cárcel donde te encierran y
donde un periodista sin modales te busca en pleno domingo familiar.
Cromwell le dio la mano al uniformado y subió a su celda. Los oficiales
me dejaron salir del centro penitenciario recién a las nueve de la
noche, dándome la cariñosa recomendación de no regresar por allí. Un
fuerte ruido, el ruido universal del portón de hierro de una prisión
cerrándose, fue la señal de que ya estaba en la calle. Anoté en la
libreta una frase que entonces se hizo urgente: «Mientras escribo esta historia, Cromwell Gálvez se acostumbra a la cárcel». Pasarían años antes de volver a verlo.